Me levantaré, e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Lucas 15.18
El cambio llegó al fin y ¡qué cambio!. Expresado en términos de tan exquisita sencillez y poder, como si fueran especialmente redactados para todos los penitentes de corazón quebrantado.
Padre, notemos el término. Aunque no es más digno de ser llamado su hijo, el pecador pródigo es enseñado a reclamar la relación degradada y profanada, mas todavía existente, no pidiendo ser hecho siervo, sino quedando hijo, ser hecho como uno de los jornaleros, deseoso de ocupar el lugar más humilde y hacer el trabajo más ruin. Aquel hogar, ojalá pueda esperar que su puerta no esté cerrada contra mí, cuán contento tomaría aquel lugar y hacer cualquier trabajo, feliz sólo por estar allí; cosas viejas y familiares vistas en una luz nueva y por primera vez como realidades de mi gratitud y poder abrumadores.
Cuando se vuelve el rostro hacia el hogar, aunque todavía lejos, nuestro Padre nos reconoce y sale a recibirnos, sin decir: “venga él a mí y pida perdón primero”, mas el mismo da el primer paso, ECHÓSE SOBRE SU CUELLO Y BESÓLE; tan sucio y andrajoso como venía en sus harapos, en su miseria y quebranto. “Padre, he pecado”. Esta confesión fue hecha después del beso de reconciliación. El hijo no ha dicho todo lo que pensaba decir, no tanto porque las demostraciones del padre hubieran vuelto a encender el sentimiento infiel y servil, sino porque se hace que el corazón del padre esté demasiado lleno para escuchar en aquel momento, más del mismo asunto.
A Dios las gracias demos por el padre que nos dio, aunque algunos ya no estén con nosotros, con nuestro Padre celestial están. Honremos su memoria y a los que nos viven, reciban los parabienes que sus hijos hoy les dan.